“¿Qué proponen?”, lanzó con tono desafiante la Presidenta Claudia Sheinbaum a sus opositores tras el asesinato del Alcalde del municipio michoacano de Uruapan, Carlos Manzo, a manos del crimen organizado. En un solo movimiento, llevó la crisis del régimen criminal al terreno político y salió ganando: retrató a la derecha como mezquina, culpó a sus antecesores de lo que su propia estrategia no ha resuelto y anunció un plan de intervención en Michoacán para marcar diferencia. Cabe decir, por cierto, que en el fondo dicho plan es más de lo mismo: no toca la raíz del problema.
Sin embargo, la pregunta de la Presidenta vale la pena retomarla. Si se formula desde el terreno técnico -no desde la trinchera partidista-, el debate cambia: se amplían los interlocutores, se redefinen los objetivos y se abren rutas reales de solución. Deja de ser una consigna ideológica vacía para convertirse en una invitación seria a construir políticas públicas con propósito social. Aquí esbozo tres puntos que deben ser problematizados antes de pasar a las acciones muy puntuales.
En su último espacio editorial en El Universal, Mariana Campos advierte que resulta irrelevante hablar de una deriva autoritaria o de una supuesta dictadura cuando el Estado ni siquiera controla sus propios territorios, como lo evidencia la ejecución de Manzo. La regresión democrática, sostiene, es mucho más profunda: el Estado pierde soberanía frente a poderes criminales que imponen sus propias reglas.
En la misma línea, Jacques Coste planteó recientemente en Expansión que las organizaciones criminales son hoy las verdaderas dominantes de varios territorios; dominio que ejercen para explotar a voluntad toda clase de mercados ilícitos, e incluso lícitos. Coincido. La expansión y consolidación del régimen criminal es el verdadero problema detrás del asesinato de Manzo y de decenas de funcionarios municipales, empresarios locales y líderes sociales en los últimos años.
No se trata simplemente de la falta de policías municipales. El problema es el empoderamiento político de las organizaciones criminales: político, porque detentan el poder, establecen reglas vinculantes y deciden sobre la vida pública desde sus propios códigos. El primer paso para resolver el problema, entonces, es reconocerlo.
Reconocer el problema no basta: hay que entender las fuentes que lo configuran. El régimen criminal es producto del entrelazamiento de tres factores. En el plano político, la delincuencia organizada prospera porque existen gobiernos cómplices, ya sea por convicción o por coacción. Los cárteles requieren de los gobiernos para operar con impunidad y las autoridades requieren de dichos grupos para sostener la gobernabilidad o simplemente para sobrevivir. El hecho central es que el régimen criminal se sostiene por la fusión de intereses políticos y criminales: una simbiosis que distorsiona las instituciones, vacía de contenido el Estado de derecho y normaliza la impunidad como parte del orden político.
En el ámbito económico, la gobernanza delictiva se fortalece porque sectores estratégicos son altamente vulnerables a la captura de sus procesos productivos; las estructuras criminales simplemente pueden definir dinámicas organizacionales, controlar la oferta y la demanda, o imponer cuotas. Emprender, en muchas regiones, significa literalmente hacerlo bajo fuego. En el ámbito social, las profundas asimetrías -como la desigualdad o la exclusión- alimentan al régimen criminal. Donde el Estado no ofrece bienestar ni oportunidades, el crimen ofrece ingresos, pertenencia y sentido de justicia. Comprender estas tres fuentes es indispensable: sin ese diagnóstico de carácter explicativo, cualquier estrategia de seguridad seguirá siendo reactiva, limitada y condenada a reproducir el mismo círculo de violencia y control territorial.
Las políticas públicas deben partir de una comprensión estructural del problema y orientarse en tres direcciones. Primero, reequilibrar el pacto federal. El actual diseño concentra el poder político y los recursos en el centro, pero la violencia se expresa en los márgenes. Reconfigurar el federalismo implica devolver capacidades reales a los gobiernos locales y reconocer que la autoridad del Estado se construye desde abajo, no desde los escritorios de la capital. La fragmentación institucional y la dependencia fiscal han debilitado la respuesta territorial frente al crimen; corregir esa asimetría es condición de soberanía.
Segundo, revertir la regresión democrática que ha concentrado el poder en el Ejecutivo federal. La seguridad no puede ser política de un solo actor. Cuando las decisiones se centralizan, se allana el camino para que las organizaciones criminales tomen los territorios. Recuperar la pluralidad y el control democrático sobre la política de seguridad no significa dispersión, sino equilibrio: distribuir poder para distribuir responsabilidad. Un régimen que combate al crimen sin límites institucionales termina pareciéndose a él.
Tercero, desmantelar las redes de gobernanza criminal que se han incrustado en la vida pública. El crimen no sólo desafía al Estado: lo imita, lo sustituye y a veces lo administra. Romper esa simbiosis exige reconstruir legitimidad política y moral, recuperar la confianza ciudadana y restablecer la frontera entre autoridad y delincuencia. Sin ese deslinde, la violencia se vuelve norma y la política, su vehículo.
Sólo en esas tres vías -federalismo equilibrado, democracia funcional y desarticulación del poder criminal- será posible recolocar la autoridad del Estado en los territorios y reconstruir un orden público legítimo. Claro, para ello necesitamos, de una vez por todas, que la presidenta, la cuarta transformación, asuma la responsabilidad y abandone las coartadas del pasado.
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El autor es Armando Vargas (@BaVargash), doctor en Ciencia Política, profesor universitario en la UNAM y coordinador del programa de Seguridad Pública de México Evalúa (@mexevalua).