Sistema político, descomposición policial y militar: una lectura inversa de la disciplina

17/10/2025 04:01
    La salida fácil es repetir que los casos como el del huachicol prueban que existen ‘manzanas podridas’ dentro de instituciones sanas y disciplinadas. Pero esa narrativa no resiste el más mínimo filtro de racionalidad basado en evidencia empírica. No sirve para entender más, sino para entender menos.

    Debemos asumir la realidad y utilizarla para aprender. El escándalo de corrupción pública -civil y militar- vinculada a redes criminales dentro del mundo empresarial y de la delincuencia organizada, comúnmente denominado huachicol, debería llevarnos, en términos de conocimiento, a confirmar y renovar hipótesis. En lugar de describir el país que decimos que somos, tendríamos que entender mejor el país en el que realmente vivimos.

    Desde hace muchos años he impulsado discusiones sobre la corrupción, no desde la lógica de lo que se hace contra la ley, sino desde una mirada que intenta comprender cómo se utiliza la corrupción. Aquí la defino como la extracción ilegal de recursos públicos para obtener beneficios privados. Después de haber trabajado tanto en el sector público como en espacios del sector privado, llegué a una conclusión contundente: todo discurso que promete acabar la corrupción carece de fundamento empírico.

    Lo aprendido me parece bastante claro: en nuestra convivencia social, la apropiación de bienes públicos para fines privados se percibe principalmente como una oportunidad disponible para quien tenga el acceso necesario. No se trata de hechos aislados, sino de un fenómeno estructural y sistémico. Las normas y prácticas que nos organizan parecen cerrar el paso a las desviaciones únicamente en lo formal, pero no en lo real. Vivimos dentro de ecosistemas complejos donde el poder público administra, es decir, regula este medio extractivo llamado corrupción. Y la llave reguladora es el tejido relacional que garantiza la complicidad y el silencio desde el poder. Son redes extractivas de recursos públicos instaladas en el poder público y siempre lo han sido.

    Las personas que podrían beneficiarse de esos accesos porque están en posición habilitante de la oportunidad y no lo hacen, son excepciones, y cuando intentan resistirse e incluso empujar cambios que cierren estas oportunidades, terminan exhaustas ante las barreras políticas que lo impiden (o son expulsadas a la manera de anticuerpos débiles).

    Ojalá existieran diferencias claras entre fuerzas políticas; ojalá pudiéramos demostrar que hay actores comprometidos con transformar la estructura sistémica de la corrupción. Ojalá hubiera casos ejemplares que probaran lo contrario. No los hay.

    En este contexto trabajo una lectura inversa de la disciplina en las funciones policial y militar. En el año 2000 publiqué un ensayo donde interpreté lo que llamé el “pacto de origen” entre el poder político y la policía en México: lealtad a cambio de impunidad. Tres décadas y media de información sobre conductas desviadas en operaciones policiales y militares -siempre asociadas a la extracción de recursos públicos para beneficio privado- han validado aquella hipótesis. Pero la evolución de los fenómenos criminales vinculados a dichas prácticas exige otras discusiones para tratar de entender mejor los incentivos de las mecánicas de la descomposición.

    Uno de los términos favoritos de la clase política para opinar sobre las instituciones policiales y militares -muchas veces sin la menor idea sobre su real funcionamiento- es la palabra disciplina, entendida como garantía de obediencia y cumplimiento de normas. En la inmensa mayoría de mis conversaciones con personas que ejercen o aspiran a cargos públicos, esta garantía se percibe como la mejor solución disponible. Y dado que las fuerzas armadas se fundan en una doctrina que coloca la disciplina como principio esencial, muchos asumen que más disciplina equivale a mejor desempeño en tareas policiales, especialmente frente al evidente debilitamiento de las policías civiles.

    Pero el tiempo nos obliga a replantear esa idea. Ahora que México exhibe abiertamente negocios criminales monumentales al parecer dirigidos también por personas formadas en la disciplina militar -como históricamente ha ocurrido con la participación de la policía en redes de complicidad con la clase política y el sector empresarial-, es oportuno revisar qué entendemos realmente por disciplina.

    Sabemos, al menos, lo que no necesariamente garantiza: respeto a la ley. Y podemos ir más lejos: la disciplina puede alojar comportamientos conformes y contrarios a la ley al mismo tiempo. Y así aparece la lectura inversa de la disciplina, no como palanca que habilita conductas acordes a la ley, sino al revés, como andamiaje de lealtades en contextos institucionales rotos. Pero para demostrarlo habría que descifrar las culturas institucionales donde ocurren las cosas en la práctica -no en el discurso-, y eso es casi siempre lo más difícil: ver. Ma refiero a observar aquello que se esconde detrás de relatos que una y mil veces nos aseguran que lo que realmente sucede es la imposibilidad inconfesable de desobedecer órdenes ilegales.

    La salida fácil es repetir que los casos como el del huachicol prueban que existen “manzanas podridas” dentro de instituciones sanas y disciplinadas. Pero esa narrativa no resiste el más mínimo filtro de racionalidad basado en evidencia empírica. No sirve para entender más, sino para entender menos.

    Si el sistema político no genera incentivos para que la llamada clase política asuma como agenda propia y principal la reducción de la corrupción, entonces, reitero: en un arreglo de poder público de esta naturaleza, ¿qué es lo que realmente garantiza la disciplina?