|
Columna

Donas: nomás la puntita

La ruta del paladar
03/05/2022

El caso es que venía del súper bien convencido mirando de reojo la bolsita con la mezcla de lechugas que recién acababa de comprar, pensando en si sólo les añadiría sal y limón, o si mejor me ponía gourmet con alguna vinagreta. Claro que me asaltaban imágenes de los croûtons que acababa de ver, coqueteándome, pero los espabilaba a manotazos mentales, porque de ninguna manera iba a romper con la dieta de tomatitos y ensaladitas y claritas de huevo. Y que córrele porque te pego.

Mire, yo sé que usted estará de acuerdo con que, llegados los años, lo mínimo que uno espera es vivir la edad con la mayor dignidad posible, es decir, valiéndose por uno mismo de la mejor manera.

Y pues fuera de rollos estéticos (que tampoco están de más) de repente los kilos empiezan a rebasar la cintura, si es que no la hemos perdido ya, y luego no falta quién se instale en suerte de Dante Alighieri posmoderno y “feisbuquero”, pintándonos un infierno de comedia en el que, si no bajamos peso, tragaremos tacos sin descanso y reventaremos una y otra vez hasta la eternidad, de tal manera que mejor corres a donde despacha Encarnación la de nutrición y ésta te regresa a casa con la cara verde de espanto, luego de haber descubierto tu índice de masa corporal y la madre que lo parió.

Haga de cuenta que eso mismito me sucedió hace pocos días, y pues sufrí, oiga, lamentando mi querida Ruta del Paladar, aunque concluí que sí podía comer, aunque fuera nomás la puntita.

Eso mismo dije cuando, por disposición de su majestad el semáforo, detuve el auto precisamente a un lado de la doña que vende donas caseras abajo del puente que está justo enfrente del Wal-Mart de la México 68, pero por el lado de la Obregón: “Nomás la puntita”, pensé. “Una mordidita, con eso será suficiente para quitarme el antojo y poder escribir la nota”, determiné. Y entonces me paré en el estacionamiento de un gimnasio del rumbo, el que una vez pagué por un año, pero nunca fui.

Entonces vi con lástima a mi bolsa con lechugas, casi les pedí perdón y me encaminé a donde la doña de las donas, a quien le ordené dos de sus dulces y sabrosas frituras, no porque pensara comerme el par, sino como una negociación callejera para que me dejara tomarle fotos a su puestecito. Soy periodista, le dije. Y me regaló una sonrisa chulísima. Y de paso otras dos donas.

Estaban buenísimas, oiga. Y fíjese que se lo estoy diciendo en plural, lo que significa que no pude cumplir con aquello de “nomás la puntita”, sino que le llegué a una dona entera y a la mitad de otra: las sentí esponjadas, disfruté como niño su baño de azúcar. Dante y sus tacos me valieron gorro.

Pero quiero que sepa que no es la primera vez que me sucede, pues hace cosa de una semana me apersoné en el Potrero, Cosalá, para conocer de viva presencia los hornos y los fuegos de Sofía Martínez Sarabia, una duranguense avecinada en Sinaloa desde hace hartos años, lo que significa que ya es una de las nuestras y un total orgullo para nosotros, porque es una cocinera tradicional oficialmente reconocida, de las 80 que están registradas en el país. ¿Cree usted que se me iban a escapar las empanadas aún tibias, rellenas de calabaza?; ¿el pan de mujer o los coricos? Imagínese.

Y pues cuál “nomás la puntita” ni qué nada. No sólo en el caso de las donas. Y es que, de con Sofía, me traje un cargamento de pan que ya hubiera querido Camelia la Texana, pero para no pecar de más, sino nomás la puntita, la caja de coricos se los regalé a mi jefe. Que él engorde, pensé. Y punto.

Periodismo ético, profesional y útil para ti.

Suscríbete y ayudanos a seguir
formando ciudadanos.


Suscríbete
Regístrate para leer nuestro artículo
Esto nos ayuda a identificarte mejor al poder ofrecerte información y servicios justo a tus necesidades al recibir ayuda de nuestros anunciantes.


¡Regístrate gratis!