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Columna

Dulce de ciruela o Pelón Pelo Rico

La ruta del paladar
14/06/2022

Vamos a poner las cosas en su sitio: imagino que si usted, oiga, les pregunta a sus peques cuál golosina prefieren, si la que tiene enfriando luego de que impregnara toda la cocina con perfume a ciruelas, o cualquiera de los dulces que habitualmente reciben en las piñatas, no dudo ni tantito que sus vocecitas pronunciarían un nombre comercial como el del Pelón Pelo Rico, ése que es de tamarindo y viene sutilmente enchilado. Y hasta divertido, cuando salen ‘greñitas’ por los hoyitos.

Voy a hablar como anciano: en mis años de niñez los nombres de los dulces no eran tan batallosos, sino muy básicos y de sabores directos, como los famosos Tommy, los Ricos besos, o el Mazapán.

Digo yo que el asunto nos lo echó a perder Chabelo con tanto comercial sobre dulces y botanas chatarra. Tengo hasta un eslogan tatuado en las entrañas: “Yo a Duvalín no lo cambio por nada”. Pero este chocolatoso afrutado podría sonar hasta inocente de acuerdo a la publicidad actual, por ejemplo, frente al Inspireka moldeable, que está curadísimo lo que dicen de él, fíjese, porque hasta les permitiría a los niños desarrollar talentos artísticos desde el momento en que pueden crear figuritas, jugar como si fuera mascota; y, por supuesto, comerlo, que parece que es lo último.

Pero allí tienen también al Crazy dips, el caramelo que truena; al Topps ring pop, que es interactivo y chilísimo; y al Push pop, que, como tiene tapa, hasta se pueden guardar sobras para el otro verano.

Mire, oiga: yo, como que estoy viviendo en una dimensión extraordinaria, como que los guamúchiles que me comí en El Potrero, Cosalá me detonaron algún mecanismo interno y extraño, porque traigo un apego desenfrenado por las cosas de comer nuestras, que son muchísimas y sabrosas, tanto naturales como preparadas, tanto nativas como mestizas, tema que ahora tiene que ver con las ciruelas (porque estamos en temporada), así como hace poco le dediqué espacio a las pitahayas.

Difícil y hasta increíble que en una casa sinaloense de rancho no haya al menos un árbol de ciruelo, que en estos días han semejado arbolitos de navidad por tanta fruta redonda en sus ramajes, como esferitas. Y ya se imaginará usted los ciruelares de Aguacaliente de Gárate, allá en Concordia, comunidad que es famosa por el raudal de esta frutilla estupenda y de la que viven muchas familias.

Ahorita en Culiacán se consiguen casi en cualquier esquina, sobre todo ciruelas amarillas y con las que yo me he dado un festín como Dios manda, que para eso nos la puso en nuestros montes y en nuestros patios y en nuestras vidas: las he comido frescas, pero también hice dulce y atole con ellas.

El dulce, oiga, con sólo ponerlas a cocer en suficiente agua, dos o tres cuadros de panocha (es al gusto) y una raja de canela. Después dejando enfriar, deshuesar las ciruelas y luego licuando la pulpa y cáscaras con una taza de harina y un poco de líquido de la cocción, devolviendo todo a la cacerola original, allí donde quedó el agua restante, sabrosa y perfumada, añadiendo una pizca de sal y revolviendo constantemente hasta lograr el espesado que se prefiera. El atole es casi igual, salvo que el espesado se logra con masa nixtamalizada (de tortillería); o, si no hay más, con Maseca.

La neta del planeta, a mí me queda un resto de dulce en mi refrigerador, porcionado en copas de Martini (por eso no he convidado, so peligro de que no regresen las copas); y también mi buena olla de atole de ciruela, de un tono sutil delicadísimo. Si viene a mi casa, el postre ya está listo. Y punto.

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