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Columna

Galletas de guamúchiles filipinos

La ruta del paladar
12/07/2022

A cierta edad uno no debía enterarse de ciertas cosas, como eso de que los guamúchiles no son de Sinaloa, ni de ninguna parte de México; o, aunque sea, de otro país latinoamericano; más cuando has crecido escuchando a los más grandes, incluso en conferencias, que nuestros antepasados prehispánicos, entre otros alimentos de la tierra, en tiempo de secas disfrutaban comiendo las frutillas, blancas o rojizas, que se asomaban por las vainas ya maduras, suspendidas de los árboles.

Pues que no, que los guamúchiles son originarios de Filipinas, que después fueron introducidos a la India y luego al resto del mundo, planta que fue descrita por primera vez hacia el año de 1795.

¿De qué le dan ganas? Más si recordamos que usted, yo y todo cristo a la redonda tenemos como tatuada la imagen de los guamúchiles, son casi como un recuerdo genético, porque formaron parte de nuestras aventuras montaraces, a veces aventando pedradas a los árboles para que cayeran los racimos, a veces con un gancho guamuchilero improvisado para hacernos más fácilmente con esta delicia silvestre, para que ahora una lectura me haya arrancado de cuajo la creencia de que eran nuestros y de nadie más, que eran de los abuelos y de los padres de sus padres. Y así hasta el infinito.

Me entró la curiosidad de saber más sobre los guamúchiles luego de que por fin logré hacer con ellos una harina fina y de sabor pronunciado, tan astringente como el polvo de pinole. Muy sabrosa.

Fui tan terco, que el asunto me llevó a comprar una máquina especial para moler granos y especias. Con ésta la hago, dije. Y nada. Por supuesto que los ariles (así se llama la parte comestible de los guamúchiles y de otras leguminosas) ya habían pasado por un extenso proceso de deshidratación.

El caso es que metí los ariles ya muy secos a mi rimbombante máquina, pero, tras el calentamiento de las aspas, se volvieron algo resinosos. ¡Chingüente! Y matarile otra vez: al deshidratador por otras largas horas, hasta que finalmente la maquinita cumplió su prometido y pude ver cómo el fino polvo de guamúchiles se deslizaba entre mis dedos: créame: yo miré ese polvo: ¡como oro en mis manos!

Pero me dieron las diez y las once, las doce, la una y las dos, con lo que quiero decir, y digo, que me tardé mucho en hornear mis galletas de guamúchil, ya porque Songo le dio a Borondongo, ya porque Borondongo le dio a Bernabé; y entre tanto canto al oído regresaron las lluvias y con ellas el adiós a los guamúchiles frescos, porque son de época de sequía. Pero ya tenía lo justo: de 100 gr de harina, 70 deben ser de guamúchil y 30 de trigo. Y del total, el 50 por ciento de mantequilla. Así dijo Delia.

Y pues me viera en estas tardes, oiga, con mi taza de té de hojas de rooibos y mi platito con galletitas de guamúchil, sanísimas, quiero que sepa, pues de acuerdo a investigaciones muy serias, los guamúchiles son una buena fuente de vitaminas, como el ácido ascórbico; son ricos en minerales como el calcio, el hierro, el potasio y el zinc; tanto la corteza como la pulpa se han usado para tratar dolencia de encías, dolor de muelas y sangrado. El extracto de corteza sirve para la diarrea crónica, mientras que el extracto de hojas se emplea como remedio para la indigestión y prevenir abortos.

Con todos estos beneficios para la salud, ultimadamente qué me importa que éstos sean originarios de Filipinas. Lástima que los veamos de reojo, casi con desprecio, nomás porque son del monte, nomás porque no nos los venden en bolsitas de marca, en el supermercado. ¡Qué afrenta! Y punto.

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