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Columna

La Limita de Itaje

La ruta del paladar
01/06/2021

Si no conociera a Leonardo Yáñez el Venado, juraría que La Limita de Itaje es un espejismo que me provocó la canícula de un año remoto, o la fijación que tengo por el Macondo de Gabriel García Márquez, supuestos que cabrían en el terreno de la imaginación: uno, por cualquier insolación de agosto; y otro, por las magníficas ensoñaciones que reverberan cuando sueles viajar a través de los libros, cuando dejas que la literatura te muestre puertas tras las cuales hilvanas tu propio universo.

Pero a mí hace tiempo el Venado me mostró los terrenos donde vivió su infancia y donde se asombró de sí mismo, siendo ya un adolescente, viéndose en el espejo de agua del que hablaba Octavio Paz.

Quedé impactado cuando conocí el poblado a cabalidad, pues podría haber jurado que todo el solar era un yermo como el que se divisa a la entrada, sensación que también podrían tener quienes sólo acuden al restaurante ubicado en la punta de acceso, sin ir más allá, que de hacerlo, poco a poco irían abriendo tamaños ojos por la belleza del paisaje, sobre todo en los asentamientos a la orilla del río, que son unos vergeles magníficos, como el sitio a donde me invitó un instructor personal que tuve y donde nada más faltó que descubriera piedras enormes como huevos prehistóricos.

Y nombro a La Limita de Itaje como poblado porque por el Venado supe que oficialmente no es una colonia entre las tantas del municipio, sino una comisaría adscrita a la Alcaldía Central de Culiacán.

Y también supe que La Limita de Itaje era un asentamiento indígena; aparte que lo de “La Limita” provino tras la decisión de quien fuera dueño de La Lima de heredar a uno de sus hijos la porción de tierra pegada al río, quien, para diferenciarla de La Lima, dio en ponerle “La Limita”. Y que “Itaje” en lengua yoreme significa “donde está la lumbre”, por la vocación carbonera de los lugareños, quienes además se distinguieron por hacer ladrillos que cocían en hornos de llamaradas espectaculares.

Cuando el venado me llevó a conocer La Limita de Itaje pude acercarme a una variedad de árboles y ramajes que yo desconocía, como los ayales, las vinoramas, los vainoros y los mezquites; y no recuerdo si también los brasiles, que abundaban en épocas pretéritas y que en los días que corren han sido sustituidos por olivos negros o por la especie “lluvia de oro”, tan hermosa como extranjera.

Cuántas historias habrá y que se perdieron con los años, cuántas historias originales se llevarían los muertos extremadamente antiguos: de acuerdo a información que maneja Leonardo Yáñez, contada alguna vez por Rina Cuéllar, ese asentamiento humano antecede a la fundación de Culiacán.

Pero hay otras vidas y otras circunstancias que rondan por La Limita de Itaje, la comisaría que inicia donde concluye la parte oriente del malecón nuevo, en cuyas tierras interiores, más que nada por las riberas del Tamazula, se levantan mansiones de un lujo formidable, tierras en cuyo camino principal te topas con palacetes que casi podrían albergar ciertos protocolos de la aristocracia europea, pero que en realidad se rentan como centros de baile o de cualquier otra tertulia, aunque en mi círculo nadie jamás se ha aventurado a andar de farras en esos salones tan singulares.

Fui hace poco a refrescar aquel paseo con el Venado, pero iba solo y me dio temor enfilar el carro más allá del primer centro de eventos, porque no es tan sencillo circular por este Culiacán que, pese a todo, amamos y defendemos, aunque a veces nos arrebaten de la vista sus paisajes. Y punto.

Si no conociera a Leonardo Yáñez el Venado, juraría que La Limita de Itaje es un espejismo que me provocó la canícula de un año remoto, o la fijación que tengo por el Macondo de Gabriel García Márquez
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