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Columna

Navidad con tamales de puerco arcoíris

La ruta del paladar
22/12/2021

La epifanía sucedió cuando Delia Moraila me dejó solo por un rato, como dueño y señor de la cocina. Había salido porque le avisaron que la señora de los ajos estaba a la puerta y yo continué con mi labor de untar masa a las hojas de maíz. Arrastraba el dorso de la cuchara para lograr una envoltura tersa y delgada, cuando de repente sentí a mi madre disponiendo sus manos y sus ojos y su amor en la preparación de tamales, justo por estas fechas, con la participación de sus hijas en la faena.

Para ella, como para muchas de las señoras de antes, para las comilonas decembrinas no existían el lomo con salsa de frutos rojos, la pierna horneada de cerdo, el bacalao, romeritos o el pavo relleno.

Para ellas, créame, no había nada mejor que tener sobre el mesón la cacerola con el picadillo de carne de puerco, aderezado con adobo de chiles guajillo y colorado, aceitunas enteras, pasitas y garbanzos. Además hacían una hilera con bandejitas en las que acomodaban, por separado, las verduras crudas en bastones, que aún les dan distintivo a los originales tamales de puerco sinaloenses, que también les dicen tamales arcoíris porque, al abrirlos, tus ojos se llenan con los colores de las tiras de tomate, cebolla, zanahoria, calabaza, chile poblano, ejote, papa y jalapeños.

Y pues claro que ya también tenían listas las bandejas con las hojas secas de maíz hidratadas en agua, disponiendo las más anchas para el untado de masa, aparte de las tiritas para el amarrado.

Y qué decir de la masa, una señora masa -sabrosa y perfumada-, que lograban primero esponjando la manteca de cerdo con un tercio de manteca vegetal, una pizca de sal para que se aireara mejor, enseguida la adhesión de masa nixtamalizada, agregando luego los borbotones de caldo caliente, ese caldo en el que cocieron la carne saborizado con laurel, pimienta bola, ajos, sal y cebolla; y ya para la hechura de la masa, mezclado con adobo de chiles para añadirle el tono y sabor perfectos.

Y allá estaban todas ellas mientras los varones hacíamos el rondín por si se descuidaban y lográbamos hurtar una cucharada de picadillo: la mayor de las hermanas untaba las hojas, mi madre les echaba la carne (para que alcanzara), otra les ponía las tiras de verduras y una última se dedicaba a colocarles la segunda tapa con masa untada y a amarrarlos, incluyendo un amarradijo central.

Por alguna razón mágica con su pasado, que seguramente tenía que ver con su respeto y entendimiento con el fuego antiguo, chisporroteante y anaranjado, en ocasiones mi madre disponía de una hornilla improvisada en el patio, atizada con leños, que sí estaba a cargo de los varones.

Y tras todo este ritual sobre la preparación de tamales de puerco arcoíris, lo maravilloso y halagador era la comunión perfecta de la familia, porque convocaba la participación de todos, porque se trataba de horas que, aunque trabajando, sobre el cansancio persistía la conversación fluida, el mitote que se metía hasta en los intersticios de las hojas de maíz, terminando a veces a manera de confesionario de iglesia, porque en estas reuniones familiares se desanudaban sentimientos escondidos y entonces devenían el juicio, el abrazo y el consejo, cuando no el merecido regaño.

Pero esto es parte ya de una añorada historia de familia, porque justo hoy se cumplen 57 días del fallecimiento de mi señora madre, por lo que agradezco infinitamente a mi querida amiga Delia Moraila la oportunidad de cocinar junto a ella y de allí la magia de la luminosa epifanía. Y punto.

La epifanía sucedió cuando Delia Moraila me dejó solo por un rato, como dueño y señor de la cocina. Había salido porque le avisaron que la señora de los ajos estaba a la puerta y yo continué con mi labor de untar masa a las hojas de maíz.
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