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Columna

¿Nos parecemos a los sonorenses?

La ruta del paladar
20/07/2021

Hace ya demasiados años pisé por primera vez el mercado principal de Ciudad Obregón, Sonora, y lo primero que me vino a la mente fue que no había mucha diferencia con Culiacán, que mucho se parecía al bullicio de por aquí, sensación que se me afirmó cuando oí que desde algún local de discos tocaban una canción de Chalino Sánchez, con banda, esa que dice que dónde estás Lucecita de mi alma y que en ningún momento puedo estar sin ti. Hagan de cuenta que estaba en el Garmendia.

Y si no en el mercado Garmendia, seguro que en cualquiera de sus contornos, como estar a un lado de La Ballena, porque los viejos habrán de recordar que enseguida de la cantina había una discoteca.

En mi paso por las aulas de la UAS, también como trabajador universitario, e incluso durante la militancia en el Partido Mexicano de los Trabajadores, me tocó conocer a una buena cantidad de sonorenses, porque a muchos jóvenes les atraía la oferta educativa y el espíritu libre de nuestra casa de estudios, de modo que hacían un bultito con sus pertenencias, agarraban el tren (porque era muy barato) y venían a dar a la UAS, muy particularmente a las casas del estudiante, muy diferenciados en su apariencia y costumbres con los compañeros que nos visitaban desde el sur.

Y descubrí que a los sonorenses les encantaba la banda. Como a nosotros. Que morían por las tortillas de harina. Como nosotros. Que también amaban la mezclilla y que hablaban “golpeadito”.

Con el paso de los años fui descubriendo minúsculas diferencias, como su costumbre de cerrar frases con un “¡verás!” alargadito; pero no tantas, como para pararnos frente a una suerte de juez y que a ciencia cierta nos dijera quién era quién en asuntos de terruño. De hecho, yo tengo una yaquesita que quise mucho en Sonora (¿suena a canción?), pero se trata de una señora de armas tomar, doña Irma Jiménez, un tipo de mujer recia que no gritaba ¡mami! cuando se pinchaba un dedo. Y así.

Todo esto viene porque acabo de reproducir una sesión de Zoom que protagonizaron cronistas e historiadores, alojada en la cuenta de Facebook del buen Luis Antonio García Sepúlveda, cuyo tema principal fue poner a consideración la vigencia de los enunciados de más de 50 años de don Antonio Nakayama, contenidos en su libro “Entre Sonorenses y Sinaloenses. Afinidades y Diferencias”.

El asunto me fue de interés porque la primera edición de ese libro está en mi biblioteca, que recibí de manos de quien era director de Editorial de Difocur hacia 1991, Sigfrido Bañuelos, en los tiempos en que el director general de esa dependencia era mi amigo, el arquitecto Carlos Ruiz Acosta.

Amo ese pequeño libro que te conquista casi desde las primeras páginas, que te hace “clavarte” cuando lees que “Sonorenses y sinaloenses son iguales en apariencia: decidores, broncos, generosos, incultos, alegres, apáticos, confiados y dueños de una franqueza que raya en la grosería”, metiéndose luego en intríngulis sobre las que algunos mostraron desacuerdos, pero mayormente reconociendo la obra del historiador culiacanense que tuvo que salir huyendo de Sinaloa cuando Polo Sánchez Celis llegó al poder: “Mi gobierno es para mis amigos, Nakayama no es mi amigo”, dijo.

Todo el sexenio de Sánchez los vivió don Antonio en Hermosillo, para luego volver más viejo y con la diabetes haciéndole sombra, para morir el 4 de abril de 1978, a la edad de 66 años, prácticamente ciego y en la total miseria. Ah, pero está enterrado en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Y punto.

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