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Columna

Señor, si he de morirme ya

La ruta del paladar
22/03/2022

Que era un matrimonio apacible y normal. Que su tío Luis Acosta Urrea sufrió con tremendo pesar la partida de su esposa, la poeta Alba Acedo de Acosta, quien apenas contaba con 32 años de edad cuando ya no pudo hacer más tregua con la muerte. Y es que, si uno lee sus poemas, te dejas llevar por el grito desgarrador de algunos versos y luego incluso puedes pensar que pues, pobre, cuán solitaria fue su vida, qué poco valorada y cuánta falta le hizo el amor. Tal era mi modo de percibirla.

Pero luego vengo a enterarme, en voz de Carlos Ruiz Acosta, que Alba fue honrada con el aprecio debido y merecido por parte de su señor esposo, don Luis Acosta Urrea. Y que lo demás era mito.

En la foto inédita que Carlos me facilitó, aparece una Alba de pelo largo, radiante y hermosa, justo tras la festejada, doña Lolita Zubiaga, que es la señora de más edad (abajo, al centro), durante una reunión que tuvo lugar en El Danubio Azul, en 1949, imagen donde también se identifican: Guillermo Ruiz Gómez y Rosa María Acosta Urrea, Juan B. Ruiz Gómez y Elena Acosta Urrea, Eduardo Ruiz Gómez y Luz Moncayo Bátiz, Óscar Acosta Urrea y Ernestina Escalante, Carlota Salazar de Acosta y María Millán de Acosta, Lucano Orrantia, Carmen Ferreira Acosta y María Emilia Ruiz Gómez.

Es obvio que se trató de un agasajo de la familia Ruiz Acosta, al que además asistieron José María Sánchez Rojo y Nena García, aparte de Matilde Moreno de Zaragoza, esposa de Alfonso Zaragoza.

Por supuesto que no conocí a Alba de Acosta: ella murió el 28 de mayo de 1953 y yo vine a nacer 8 años después. Pero ya ven ustedes cómo es la vida, porque 45 años después de su fallecimiento, a petición de don Miguel Tamayo Espinosa de los Monteros, me vine a hacer cargo de un espectáculo para rendirle homenaje, para lo cual tuve en mis manos la única publicación que existe con parte de sus poemas, titulado “Puerta de soledad”, editado por un grupo de admiradores en julio de 1988.

Se trata de un libro de apenas 66 páginas, publicado con motivo del trigésimo quinto aniversario de su muerte, cuya presentación estuvo a cargo de Dora Josefina Ayala (ya fallecida), donde también escribieron varios personajes, todos muertos ya a estas alturas de la vida: Juan Macedo, Miguel Tamayo, Rosa María Peraza, Juan Eulogio Guerra Aguiluz y Carlos Luis Sáenz: en verso y en prosa.

A mí me dolieron sus poemas desde que los tuve enfrente, y entonces mis mecanismos interiores le construyeron una imagen desdichada, terriblemente sola y con lágrimas en abundancia, situación atribuida a un matrimonio de desencanto, como decía el mito, al que me uní con sentimentalismo.

Pero, abierto los ojos, redimensiono lo que dijo don Miguel Tamayo sobre Alba de Acosta, a quien entrados los años 50 se la vino a encontrar en la Ciudad de México, donde ella, con su apoyo y el de Beatriz Romero (además del de su familia), de vez en cuando le lograban apaciguar el tormento del cáncer. Y la oían platicar. Y la escuchaban cantar. Y a veces la observaban ir y venir “con pasos sueltos de andariega, sin mirar a nadie”. Nunca sin embargo habló que presentía su muerte, pero sí conmovió a todos cuando les dio a leer uno de sus últimos poemas: “Señor, si he de morirme ya”.

Como aún no se va el mes de marzo, tan perfumado en ocasión del Día Internacional de la Mujer, honro otra vez la memoria de Alba Acedo de Acosta, la poetisa; y aprovecho para agradecer las deferencias del arquitecto Carlos Ruiz Acosta, tanto por los datos como por la fotografía. Y punto.

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