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Violencia

Madre busca a hija en Rancho Cali, el infierno de Los Zetas en Veracruz

Araceli Salcedo está por cumplir 11 años de buscar a Fernanda Rubí, su hija, a quien Los Zetas desaparecieron en 2012

Es un caserón grande. Cuatro habitaciones en la planta baja, otras cuatro en la de arriba y un amplio comedor donde antes había puertas y ventanas por las que ahora corre el viento. Los techos son altos, con tragaluces por los que se cuela una luz extraña, rojiza.

Un patio interior con forma de cuadrado da acceso a la cocina donde solo quedan los restos de unos platos. Y en el baño, donde yacen desperdigados los restos de azulejos hechos pedazos, manchas que parecen impactos de bala se extienden por las paredes carcomidas por el moho.

Afuera, en el suelo de las amplias terrazas cubiertas por un domo, emerge el bracito sucio de un bebé de entre la hojarasca y la basura. Es un brazo de plástico, de juguete. Tal vez una broma sádica, el macabro preámbulo antes de llegar al sendero que da acceso a la parte de atrás del caserón.

$!Vista de la fachada del caserón que Los Zetas utilizaban como cementerio clandestino.
Vista de la fachada del caserón que Los Zetas utilizaban como cementerio clandestino. ( )

Ahí, entre una maraña de sofás abandonados, palmeras y vegetación que brota salvaje, se abren a plena vista dos fosas clandestinas: dos rectángulos profundos y estrechos del tamaño de un ataúd que alguien trató de cubrir torpemente con la rama de una palmera.

De vuelta al interior de la casa, nada más cruzar el hueco donde estaba la puerta principal, se observa a la derecha una habitación oscura sin ventanas.

Cuando las autoridades ‘reventaron’ el caserón en 2017, los sicarios de Los Zetas dejaron sobre una mesa de madera machetes, hachas, sierras, cuchillos, vendas, cuerdas y las tablas de castigo con las que torturaban, asesinaban, descuartizaban y desaparecían a la gente.

Y en la otra habitación contigua, otro cuarto oscuro en el que ahora solo quedan hojas muertas regadas por el suelo y los restos de los conectores que fueron extirpados de las paredes, estaban las cadenas y los ganchos de carnicería con los que colgaban a las víctimas del techo.

—Esa casa es lo más parecido que he visto en la vida real a la película La masacre de Texas.

Araceli Salcedo, de 50 años, morena, menuda y de pelo recogido en una cola, suelta la frase lapidaria y se ajusta incómoda el pesado chaleco blanco antibalas que viste junto a un pantalón tejano y unas botas.

Es la mamá de Fernanda Rubí Salcedo Jiménez, una joven de 21 años de ojos café claro, tez morena y 1.60 de estatura, que fue víctima de desaparición en 2012 a manos de Los Zetas en Orizaba, Veracruz.

Desde entonces, la mujer se ha convertido en una férrea activista, fundadora del Colectivo Familia Desaparecidos Orizaba-Córdoba y en una implacable madre buscadora: lo mismo le reclama de frente al exgobernador Javier Duarte por la inoperancia de su fiscalía —que criminalizó a Rubí asegurando que los delincuentes se la llevaron “por bonita”—, que lo mismo alza la voz por las atrocidades del narco. Por eso el chaleco.

La chihuahuense —aunque afincada en Orizaba desde la infancia— ya estuvo hace cinco años en este caserón localizado en un punto remoto del municipio de Río Blanco, al cual se llegó por las declaraciones de la pareja sentimental de un integrante de Los Zetas.

En aquel entonces, luego de que los sicarios huyeron por los cerros, en el inmueble llamado “Rancho Cali” encontraron varias fosas con ocho cuerpos, todos desmembrados y decapitados. Pero el horror no terminó ahí.

Pese al cateo de las autoridades, los delincuentes siguieron utilizando el rancho como un narcocementerio: a unos metros de la casa, por donde se extiende un vasto campo de unas 10 hectáreas donde antes pastaban caballos y pavorreales, decenas de banderitas rojas y amarillas clavadas en el suelo dibujan el contorno de lo que podrían ser nuevas fosas.

Y en las inmediaciones del caserón, frente a la fachada de ladrillo, se encuentran las otras dos fosas que alguien trató de ocultar con una rama de palmera y que las autoridades deberán analizar para determinar si son positivas.

En los más de 10 años que lleva su hija desaparecida, Araceli ya ha visto de todo. No es alguien que se espante fácilmente. En septiembre del año pasado, estuvo haciendo búsquedas con el colectivo en otra “casa de los martirios” a no muchos kilómetros de este rancho de Los Zetas.

Ahí, en un caserón igual de tétrico, donde había una habitación oscura en la que el Cártel Jalisco Nueva Generación —el grupo que ahora domina la entidad tras la casi desaparición de Los Zetas— mantenía cautivas a sus víctimas para luego asesinarlas, desmembrarlas y desaparecerlas en fosas, encontraron los cadáveres quirúrgicamente desmembrados y cubiertos en cal viva de 15 personas.

Y en agosto de 2021, luego de un año de búsqueda, hallaron 53 fosas en otro narcocementerio en la comunidad de Campo Grande, a escasos kilómetros de Orizaba. Mientras, en Los Arenales, también en Río Blanco, se recuperaron 23 cuerpos más.

Sin embargo, a pesar de su dilatada experiencia, algo tiene especialmente inquieta a Araceli estos días. Algo le oprime el pecho, murmura golpeando el chaleco antibalas con el puño cerrado.

—Estoy entre la lloradera, la angustia, el echarle ganas... Es muy duro volver aquí.

La mujer observa de reojo el viejo caserón que se levanta frente a ella —donde un soldado pasea aburrido y solitario por las habitaciones— y exhala un “chingada madre” con los brazos puestos en jarra.

Araceli tiene miedo, confiesa al fin sin dejar de mirar la casa en ruinas de la que, a lo lejos, sale el inquietante ruido de la motosierra con la que un trabajador municipal corta ramas y maleza para facilitar el trabajo de búsqueda.

Tiene pánico de que su hija aparezca en una fosa, de encontrarla en el infierno que Los Zetas dejaron en el “Racho Cali”.

Son las 10:00 de la mañana del lunes 6 de marzo. El sol aún está lejos de alcanzar el cenit, pero ya quema la piel. La veintena de madres del colectivo que participa en esta búsqueda, junto con otros ocho hombres, comienza a distribuirse por el predio.

“Porque la lucha por un hijo no termina y una madre nunca olvida”, gritan el lema con el que siempre inician, y de inmediato todos comienzan su trabajo: los soldados y policías se distribuyen por los alrededores del rancho para proteger el perímetro; la fiscal de búsqueda, el equipo forense y los integrantes de la Comisión Estatal de Búsqueda pasan un aparato por los puntos donde hay indicios de tumbas; las madres rascan la tierra con rastrillos, palas, azadones y machetes para segar la maleza.

Araceli se queda un poco atrás del grupo, a unos discretos metros de distancia, aunque siempre está escoltada por la mirada de policías federales ministeriales que portan rifles de asalto.

—Veo este rancho, esa casa abandonada, estas caballerizas, y no puedo evitar que mi mente se eche a volar.

La mujer, aún brazos en jarra, observa ahora a los dos peritos que excavan la tierra arcillosa.

—Me pregunto... ¿habrán metido por aquí a mi hija? —alza el brazo derecho para señalar con la mano la puerta herrumbrosa del rancho—. ¿La lastimaron? ¿Estuvo en esa casa horrible? ¿Había alguien más con ella? ¿En qué cuarto la tuvieron esos cabrones? ¿¡¡Qué le hicieron!!?

El rostro de Araceli, habitualmente relajado y sonriente, se contrae por el dolor que le generan las imágenes que proyecta en su mente.

Aquí mismo, dice ahora apuntando hacia el suelo que pisa, era donde ‘el Picoreta’ —que fue detenido y encarcelado a finales de 2015—, ‘el Duende’ y ‘el Muerto’, líderes e integrantes zetas de aquel entonces, tenían su base y hacían reuniones y fiestas. Y donde los sicarios les traían a las jóvenes que secuestraban.

Además, se sospecha que era el lugar donde los gatilleros ‘cocinaban’ a las víctimas para que fuera más fácil desaparecerlas en hoyos y no en tumbas, una hipótesis que las autoridades ministeriales no descartan, aunque a una semana de que iniciaran los trabajos no habían encontrado indicios concluyentes que la confirmen.

—A veces, a pesar de que haya pasado el tiempo, me doy cuenta de que no estoy preparada para encontrar lo que no quiero encontrar, lo que ninguna madre quisiera encontrar jamás. Porque... sí, una cosa es hacer un trabajo. Buscar. Ayudar a los demás. Que te echen bendiciones cuando regresas una persona desaparecida a su familia. Pero otra muy distinta es estar aquí parada. Estar de este lado de la historia.

Araceli traga saliva. Deja correr un silencio. Sus ojos están al borde del colapso, pero no llora. No quiere hacerlo, no puede. Tiene que mantenerse serena y firme, se repite testaruda.

—Es algo que no puedo explicar, un sentimiento muy cabrón —recobra el aire—. Llevo días con el estómago revuelto. Con dolor en el pecho. Días que llego a casa y me tumbo en la cama como una pesadez muy rara.

Acto seguido, con los ojos negros clavados otra vez en el caserón, Araceli musita que cuando volvió a entrar a las habitaciones del rancho no pudo evitar que en su mente retumbara una y otra vez “la voz fea” del “hombre alto, gordo, feo y malo” que contestó el celular de Fernanda Rubí al mediodía del sábado 8 de septiembre de 2012, pocas horas después de que la noche previa Los Zetas se la llevaran cuando salía de una discoteca de Orizaba, el bar Bull Dog.

—Durante toda la noche le estuve marcando al celular, pero nadie contestaba. Hasta que al día siguiente me respondió ese cabrón.

La mujer toma una bocanada de aire.

—Le grité: “¿¡Por qué tienes el teléfono de mi Rubí, hijo de la chingada!? ¡Pásame ahora mismo a mi hija! ¡Pásamela!” —las gruesas venas del cuello se le marcan recordando la escena.

Pero del otro lado de la llamada, el tipo de voz fea, al que la mujer ya le ha puesto rostro a base de imaginarlo tantas veces en estos 10 años, no le comunicó con su hija.

—El maldito solo me contestó: “Yo no tengo a ninguna Rubí, perra”.

Y luego colgó.

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